Neljä. V: Documents.

El agitado oleaje de aquel nueve de Octubre no era el mas habitual por aquellas fechas, pero el cielo estaba cubierto y amenazaba con echarse a llover en cualquier momento. Los lacios cabellos castaños de Clementine, cubiertos con una gruesa capucha grisácea que formaba parte de los atuendos que aquella tarde vestía, ondeaban con cada golpe de viento, entorpeciendo así su visión. Se deshizo de sus antiguas zapatillas anchas, deterioradas por el constante uso que su dueña les daba, y hundió los pies en la blanquecina arena fría de la solitaria playa de Blackpool. Observó la zona, y advirtió que estaba casi abandonada; la mayoría de las casas estaban desoladas, entre ellas su antigua casa, ya tan solo quedaban tres o cuatro en pie. Le amargaba ver su barrio de la infancia deshabitado, con la de historias que había vivido en el; pero Clementine no se había desplazado hasta allí solo para visitar la zona, así que avanzó hacia la puerta trasera de la casa número 4 por una arenosa senda descuidada, pensando en la de veces que había jugueteado por ahí, y extrajo la llave de una pierda falsa que se hallaba a pocos metros de la entrada. La introdujo en la ranura y entró en la casa, subiendo por unas crujientes escaleras de madera y lanzando la llave al suelo.
Parecía haber retrocedido diez años atrás; todo estaba intacto, como si la casa no hubiese sufrido el paso del tiempo, a diferencia de todo lo demás a su alrededor. Se dejó caer sobre uno de los sillones de cuero de color pardusco, rígido y abarrotado de polvo, y recogió un pequeño libro de tapas blancas que se hallaba en la mesilla mientras se quitaba la cazadora negra y sacaba su pequeño revólver calibre 38 y lo colocaba sobre el reposabrazos derecho.
-¿Megan?-dijo una voz ronca desde la entrada principal.
Entonces, un hombre alto, de cabellos cobrizos que le caían ondulados hasta los hombros, apareció por el arco ancho del salón arrastrando los pies y con aspecto endeble. Soltó la chaqueta mientras avanzaba con lentitud hacia donde Clementine se hallaba sentada, y la miró fijamente mientras esta cerraba el libro y lo depositaba sobre sus muslos.
-¡Clem!-exclamó el hombre mientras el rostro se le volvía a iluminar y dibujaba una pequeña sonrisa.
-¿Después de tanto tiempo solo puedes decirme eso?-bromeó Clem mientras se levantaba-. Anda, dame un abrazo, Doug.
-¿Y que te trae por aquí?
-¿Es que una vieja amiga no puede venir a visitarte?
-En serio, Clem, ¿ha ocurrido algo?
Clementine se deshizo de los brazos de Doug, bajó la mirada y suspiró.
-En realidad, había venido a matarte-susurró.

–Sí, sí, yo también te quiero, Nancy, pero ahora tengo que dejarte, estoy trabajando... Claro, claro, cuando quieras... Sí, yo te lo pago, pero cariño, ahora tengo que dejarte, estoy trabajando... Y yo... Que sí. No, no es mas importante mi trabajo, pero... Déjame hablar... Vale, pásalo bien, adiós–musitó la voz gutural del señor Kasch–. Disculpen esta innecesaria interrupción, caballeros, pero la descarada de mi mujer ya no sabe por donde sacarme las libras. Sigamos.
–No, señor Kasch, creo que ya hemos finalizado la reunión por hoy, no nos queda nada más que añadir. Señor Kasch, ha sido un verdadero placer trabajar con usted.
–Bien, lo mismo digo, caballeros, una magnífica reunión.
–¿Nos volveremos a ver?–preguntó uno de los empresarios antes de abandonar la sala.
–Solo si quieren volver a hacerse millonarios–bromeó el señor Kasch.

El señor Kasch abandonó también la sala de reuniones, indicó a varios de sus guardaespaldas a que acompañasen al grupo de empresarios a la salida mientras el se internaba por los laberínticos pasillos que conducían a su despacho. Salas de mármol y piedra adornadas desmesuradamente por todo tipo de riquezas y rarezas. El imperio del señor Kasch, todo aquello fundado por su pequeño secreto, custodiado las veinticuatro horas del día y que solo el conocía. Pues, era tan estúpido al pensar que nadie mas sabía como había fundado de la nada una empresa que manejaba tantos millones de libras.
Llegó al final del pasillo, pensando en la reunión y en si beneficiar en serio o no a aquel grupo de empresarios y su nuevo proyecto que tantas de sus libras necesitaba. Si todo salía como lo hablado y acordado en la reunión, sus riquezas podrían duplicarse, pero, por el contrario, si todo acababa saliendo mal, era él el que perdería dinero. Aunque no lo pareciese, aquel tipo de contratos eran los que mas le agradaban; con riesgo y algo ilegales, pero que casi siempre servían para incrementar excesivamente sus ingresos, y al fin y al cabo para guardarse otro par de millones mas al bolsillo.
Se sacó del bolsillo de su chaqué uno de sus relojes mas preciados, y tras mirar que la reunión había durado dos horas y ya era la hora de comer, entró en el despacho dispuesto a avisar a su secretaria de que le trajera algún alimento. Pero, si lo hubiera hecho, se hubiese atragantado al instante.
–¿Qué hace usted aquí?–dijo el señor Kasch con una voz empapada en miedo.
–Me mandaron a visitarle y a entregarle un recado–contestó la mujer con una sarcástica sonrisa–. Y tras alguna confusión en su dirección, me enviaron directamente a su empresa.

–¿Diga?
–¿Doug? Doug, necesito verte.
–¿Ha ocurrido algo?
–Solo necesito hablar contigo.
–¿Cassie? Cassie, ¿por qué lloras? ¿Dónde estás?
–Dos calles atrás a mi piso, en un café que hay en el número 14. Ven, por favor.

Dejó el teléfono sobre la mesa, y, ocultando su rostro con una corta capa de sus pelirrojos cabellos, comenzó a secarse las lágrimas con las manos. Después, desvió la mirada hacia el gran ventanal que iluminaba el segundo piso la cafetería. Varios paraguas paseaban por las calles veloces, intentando mojarse lo menos posible y protegiendo a sus dueños del aguacero que aquella tarde de Octubre inundaba la ciudad, mientras las hojas que caían bruscamente de los árboles volaban libres por las calles impulsadas por los fuertes y fríos vientos. Entonces, vio como un pequeño Volkswagen gris aparcaba en doble fila y de el aparecían los largos y rizados cabellos cobrizos de Doug.
Cassie recogió su abrigo y bajó por las escaleras del café hacia la salida, esperando encontrarse con Doug al otro lado. Salió y allí estaba, de pie, empapado y esperándola, con un paraguas oscuro, de color negro agarrado por su mano derecha y con la puerta del copiloto abierta, aguardando a que Cassie entrase al coche. Ambos se sonrieron, cruzaron miradas y con un suspiro y sin articular palabra alguna, entraron en el Volkswagen gris.
–¿Qué tal estás?–preguntó Doug.
–Ah, ya me encuentro mejor.
–Pero, Cassie, ¿qué ocurrió?
–Volvimos a discutir–musitó Cassie mientras las lágrimas bañaban de nuevo su rostro–. Llegué de la central algo quemada, Charles me había obligado a cubrir una noticia de última hora, una estupidez sobre algo en la playa de Blackpool, y además llevaba todo el día encima mío por la exclusiva del viernes; cuando llegué a casa descargué mis humos con el, aunque–cogió aire y continuó–, aunque ya llevábamos algunas semanas algo distantes, y...–suspiró–. Y creo que estoy embarazada. Aun no se lo he dicho pero llevo varios días de retraso–entonces rompió a llorar.
–Cassie, eso es fantástico, deberías decírselo a Gabe. Eh, Cassie, anda, no llores, hoy estas muy guapa–dijo Doug mientras acariciaba la mejilla izquierda de la chica–, no llores, anda.
Entonces Doug acercó su cara a la tez pálida de Cassie y besó su fría mejilla derecha. Esta se sobresaltó, pero cuando los labios de Doug tocaron su carillo, una oleada de calor ascendió por todo su cuerpo, alzó ambas manos y las colocó sobre los pómulos de Doug, así cuando dejó de besarle la mejilla, esta acercó sus labios y ambos se rozaron un instante para fundirse en un ansiado beso. Este introdujo una mano bajo los atuendos de Cassie y recorrió su torso tanto como los ropajes se lo permitieron, deslizando sus dedos por la fría piel de esta, mientras besaba deseoso su cuello.
–Cassie, ¿estás segura?–la preguntó mientras cesaba un instante.
–C-claro–dijo, insegura. Pero Doug ya no la escuchaba, seguía, ambicioso, recorriendo el cuerpo de la mujer.

Un aterrador silencio recorría los pasillos de la solitaria casa, en la que lo único que se escuchaba eran los suspiros del hombre de pelo castaño y ojos verdosos, que, mirando hacia ninguna parte, esperaba que alguien cruzase la puerta del piso y rompiese aquella estremecedora tranquilidad. Se tiró sobre el sofá de tela blanca forrado con una fina manta naranja, lanzando los cojines marrones al suelo. Encendió el televisor, pero no le importaba para nada la programación, aunque ayudó a llenar la casa con algo de ruido. Así pasaba Gabe la mayoría de las mañanas, mientras su pareja Cassie trabajaba en el canal 4. Al principio le agradaba tener un rato por las mañanas para el solo, pero con el paso del tiempo, ansiaba cada vez mas que Cassie llegara de trabajar justo a la hora de comer, como todos los días, y pasar junto a ella el resto de la tarde.
Ya quedaba poco para que dieran las dos; aun así, Gabe apagó el televisor y encendió la radio mientras se dirigía a la cocina para preparar la comida.
El sonido de las llaves en la cerradura de la casa hizo que Gabe saliera casi corriendo de la cocina para llegar al recibidor antes de que Cassie entrara por la puerta.
–Hola, amor–declaró Gabe.
–Hola–susurró Cassie, tanto que casi pareció un suspiro.
–Ey, dije hola.
Intentó besarla en los labios, pero esta giró la cabeza al instante y el beso se desvió hacia su carrillo izquierdo.
–¡Hola, hola! Ya dije hola–saltó Cassie.
–¿Qué narices te ocurre hoy?
–¡Nada, Gabe! ¡No me ocurre nada, ese es el problema! Mira, me duele la cabeza y hoy he tenido un mal día, así que por favor vamos a dejarlo estar–dijo Cassie mientras entraba en el salón y tiraba la chaqueta al suelo. Se dejó caer en el sofá y encendió uno de los cigarrillos que había esparcidos por la mesa con una cerilla que estaba al lado. Le dio una calada y lo depositó sobre el borde de la mesa.
–¿¡Qué haces!? ¡Tu no fumas!–chilló Gabe–, ¡suelta eso ahora mismo!
–¡Estoy harta, Gabe! ¡Harta de ti, de tus prohibiciones, de tus consejos y de tu forma perfecta de llevar la vida! ¿Por que siempre quieres discutir? ¡No lo entiendo!–exclamó Cassie rompiendo a llorar.
–¿Yo? ¿¡Discutir yo!? ¡Eres tu la que has venido de mal humor!–manifestó–, ¡yo te he recibido normal, como cada día! Todos los días espero impaciente a que llegues de trabajar para pasar por fin las horas de día restante contigo, ¿y así es como soy recibido?
–¡Estoy harta de la rutina a tu lado, Gabe!–entonces se levantó bruscamente del sofá y caminó malhumorada hacia la puerta mientras sacaba el móvil y marcaba un numero.
–¿A quién llamas? Cassie, ¡Cassie!
Pero Cassie ya había desaparecido por la entrada principal del piso. Gabe solo pudo tirarse al suelo y encogerse esperando a que de nuevo esa puerta se abriese y apareciese la Cassie que hace semanas que añoraba.

Caminaba con lentitud, absorta, sin prestarle atención a nada que no fuera los hechos que había presenciado apenas unos minutos antes. Aun le parecía increíble que todo hubiese sido tan sumamente sencillo. Había salido del despacho de un empresario multimillonario después de pegarle un balazo en la sien con un pequeño sobre y nadie había escuchado nada; nadie trató de detenerla, nadie estaba allí para salvar al señor Kasch. Entonces comprendió lo solo que debía estar aquel hombre, y no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción al descubrir que, aunque no tanto como el había causado, aquellos últimos años de su vida habrían sido un infierno. Se guardó en el bolsillo interno de su chaqueta el pequeño sobre de papel antiguo, amarillento, ya desgastado por los años que llevaría encerrado en la metálica caja fuerte que se hallaba tras un retrato, horrible, se atrevió a pensar Clem, del señor Kasch, y subió las escaleras que conducían al porche de una antigua casa abandonada al este de Blackpool. En apariencia solitaria, en el interior de la destrozada casa se hallaba un hombre de rizados cabellos castaños, que, pese a su edad, tenía un innegable atractivo físico del que, por cierto, solía presumir a menudo.
–¡Clem, cuanto me alegro de verte! –exclamó girándose hacia la mujer cuando notó el aliento de esta en el cuello.
–Scott, lo mismo digo. He de reconocer que me quedé aturdida cuando me dijeron que debía trabajar contigo. Pensaba que te habían destinado al norte de Leeds ha cumplir por ahí algunos trabajos antes de presentar tu dimisión –comentó Clem con un tono algo abrumado. Las cosas entre él y ella no habían acabado demasiado bien para gusto de ambos.
–Ya, bueno, pero John me habló del caso y, ya sabes, a estas cosas me resulta imposible negarme. Y al saber que tu participabas, no pude decir que no a la oferta. Clem, se que las cosas entre nosotros lo han ido demasiado bien últimamente, permíteme disculparme por mi anterior comportamiento al tratar contigo; está claro que no fui muy cortés, que se diga.
–No, no lo fuiste, pero Scott, todo está olvidado.
–Bien; a decir verdad me quitas un peso de encima. Ahora, por favor, volvamos a temas de trabajo. ¿Tienes lo que John te encargó, verdad?
–Por supuesto, ¿que esperas de una veterana en esto?
–Nunca nos defraudas, Clem, eres un gran honor para el gremio –alentó Scott mientras le recogía de las manos a Clem el sobre amarillento–. Oh, precioso, realmente hermoso –musitó cuando sacó los papeles que este contenía en su interior–, pero, ¿que hay del cerdo de Kasch?
–Murió, es decir, tuve que pegarle un balazo en la sien, o todo el plan se iría a la mierda. Pensaba que estaba en una reunión, pero debieron finalizarla antes de lo previsto y me pilló registrando su despacho. Tuve que disimular lo mas rápido que pude. Aunque he de reconocer que con su presencia todo fue mucho mas fácil. Es una muerte que nadie lamentará y que de hecho hará feliz a bastante gente que herede parte de sus riquezas–explicó Clem con una chispa de excitación.
–Excelente, Clem–sonrió Scott esparciendo los papeles del sobre sobre una ruda mesa de madera antigua. Eran varios folios, también bastante antiguos; eran contratos, acuerdos, experimentos y alguna que otra foto de militares alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Se les había encargado uno de los mayores y sencillos golpes que el gremio daría jamás, y era el de robar las pruebas que inculpaban a varios de los grandes empresarios de la ciudad haber ganado gran parte de sus riquezas gracias a sus pequeños trabajos con los nazis–. Ahora les tenemos, Clem, y aunque uno esté muerto, los demás pagarán lo que hicieron. Esos hijos de puta no se saldrán con la suya.