Me despierto sobresaltada, oigo gritos, llantos. El corazón se me acelera y recorro rápidamente con la mirada todos los rincones de mi habitación a oscuras. Luego me calmo y recuerdo de quién son los lloros, del pequeño Davey, mi hijo, que reclama su ración de comida llorando desde la cuna.
Me levanto, camino a tientas hasta él y lo cojo en brazos, acunándolo para que se calme. Después me siento con él en la cama y comienzo a darle el pecho, sin encender la luz, pues quiero que después se quede dormido enseguida. En cuanto termina, me lo llevo al hombro para que eche los gases y después le canto hasta que se queda dormido.
Tras dejarlo nuevamente en la cuna, vuelvo a mi cama esforzándome por no mirar el hueco vacío a mi lado, ese espacio del colchón donde debería estar durmiendo Finnick. No puedo verlo, percatarme de su ausencia abriría nuevamente las heridas aún sin sanar de mi ya maltrecho corazón. Todas las noches es la misma historia. Me tumbo y me quedo de espaldas al hueco del colchón, con los ojos abiertos, esperando a que el sueño venga a por mí.
Y, como todas las noches, cuando ya estoy a punto de dormirme, él entra en la habitación. Me sonríe desde la puerta, esa sonrisa tan suya. Sus ojos del color del mar me miran con ternura, su pelo cobrizo resplandece bajo la poca luz que entra por la ventana. Siempre desde la puerta, sé que Finnick me mira. Sé que, esté donde esté ahora, siempre cuidará de mí, y del pequeño Davey. Y, como todas las noches, cuando ese pensamiento se cuela en mi mente, sonrío, y entonces finalmente puedo quedarme dormida.
Tengo diecisiete años, estoy en la playa, ayudando a mi madre a tejer cestas, de forma distraída. Esperamos a que los pescadores lleguen del mar. Es de mañana, pronto para que regresen un día cualquiera, pero no el día de la Cosecha. Antes de mediodía deben regresar. Tal vez pueda ser ridículo salir a pescar para solo unas horas, pero lo cierto es que en cinco horas se puede obtener un buen botín, lo suficiente como para tener satisfechos a algunos caprichosos del Capitolio.
Yo pongo especial empeño en mi cesta, necesito distraerme en un día como hoy, porque pienso en quién podría salir elegido, y me preocupa ser yo, pero mi madre está pensativa, mirando al mar.
Vemos llegar las barcas. Cuando ya están en la playa, dejamos las cestas en el montón y vamos a ayudar en lo que podamos. Lo cierto es que ha sido una mañana provechosa, sobretodo porque los pescadores no pueden permitirse perder un solo día de pesca.
Al terminar, nos dirigimos a casa. Me doy una rápida ducha para quitarme la arena del cuerpo. Me pongo frente al espejo y me desenredo el pelo mojado con los dedos lo mejor que puedo. Elijo un vestido blanco de tirantes en condiciones aceptables y me lo pongo. Contrasta mucho con mi piel morena.
Cuando estoy lista, vuelvo con mi madre y nos vamos a la plaza. En casa sólo estamos nosotras dos.
Una vez me registran y me mezclo entre la gente, me quedo mirando al escenario improvisado en el Edificio de Justicia. No está hecho del mismo material que las casas del Distrito 4, es de piedra, con columnas que, en el techo, se abren como si fuesen palmeras. Nunca he estado dentro, pero he de reconocer que la fachada es bonita.
Cuando estamos ya todos reunidos en la plaza, aparece el representante del Capitolio asignado a nuestro distrito, Merion Padelle, un hombre de edad avanzada pero que todavía conserva fuerza en la mirada. Tiene el pelo blanco níveo engominado hasta más no poder, peinado hacia atrás. Viste un traje azul eléctrico que llama mucho la atención, y en los ojos, sombra verde. Tiene una pequeña perilla, también de un blanco impoluto. No sé en qué pensarán los del Capitolio cuando deciden salir así a la calle.
Merion se acerca al micrófono y el silencio hace acto de presencia en todo el Distrito. Los que estamos en edad elegible nos ponemos tensos, de repente. Puedo ver nuestras caras tensas en las pantallas que han puesto por toda la plaza.
-Bienvenidos seáis todos –dice, aunque no lo entiendo, es nuestro distrito, tendríamos que darle nosotros la bienvenida a él, pero no estamos muy por la labor-. Felices Juegos del Hambre, y que la suerte esté siempre de vuestra parte.
Claro, la frase de apertura oficial, siempre lo mismo, todos los años en todos los distritos. Graciosos los del Capitolio.
-Es hora de elegir a dos valientes jóvenes que tendrán el honor de convertirse en tributos para participar este año en los juegos –Merion tal vez espere un aplauso, aunque sea uno de cortesía, pero estamos todos paralizados, todos, así que continúa con su discurso-. Comenzaremos, como siempre, con las damas.
Veo cómo se acerca a la urna que contiene los nombres de todas las chicas de mi distrito, incluida yo, que por suerte no he tenido la necesidad de pedir teselas nada más que una vez, cuando mi padre se perdió en una tormenta en el mar. El corazón se me acelera, como cada año, pero sé que pasará, porque siempre es lo mismo, me pongo nerviosa para que luego nombren a otra chica que tendrá la mala suerte de ocupar el lugar al que tanto temía ir. De todos modos, aunque trato de convencerme a mí misma de que no voy a salir, siempre queda esa pequeña duda.
Merion extrae un nombre de la urna y regresa al micrófono. Estoy segura de que puedo oír cómo laten todos los corazones de la plaza.
-Annie Cresta –anuncia finalmente.
Todo el mundo busca a Annie con la mirada, a la desafortunada chica que ha tenido la desgracia de ser seleccionada este año. Todo el mundo la busca, menos yo. ¿Qué por qué? Porque Annie Cresta soy yo.
Los siguientes instantes transcurren muy rápido. Dos agentes de la paz me escoltan hasta el escenario, me presentan y yo saludo, aunque como si fuese una marioneta, ya que apenas puedo pensar con claridad que realmente soy yo la que ha salido elegida. Busco a mi madre con la mirada mientras Merion se dirige a la urna de los chicos. Encuentro sus ojos, llorosos, mirándome, diciéndome adiós silenciosamente. Ambas sabemos que es prácticamente imposible que vuelva.
Cuando miro hacia mi izquierda, veo que hay un chico tembloroso a mi lado. Deduzco que es el tributo masculino, pero no sé su nombre, no lo he escuchado. Nos miramos brevemente y nos damos cuenta de lo asustados que estamos ambos. La Cosecha acaba, los demás adolescentes suspiran aliviados y, mientras todos se disponen a volver a sus tareas, nosotros comenzamos el camino que nos llevará a la muerte.
Es en el tren cuando me percato de la presencia de nuestros mentores de este año, quienes habían esperado, silenciosos, a la sombra de Merion durante toda la Cosecha. Ahí está, apenas cinco años después de ganar los juegos, Finnick Odair, un año mayor que yo, de pelo cobrizo y ojos marinos. Detrás de él, veo a Mags, la que fue su mentora en sus juegos y que, por tanto, también será la nuestra este año. No sé si estoy preparada para hablar con ellos ya, así que me voy a mi compartimento y lloro hasta que no puedo más. Es la primera vez que lloro en todo el día, ni siquiera lo he hecho al despedirme de mi madre. Ahora es cuando de verdad, me derrumbo. Pero entonces recuerdo lo que me ha dicho antes de que nos separaran. “Eres lista, Annie, así que sé más lista que ellos”.
Durante el resto del viaje, aunque estamos algo tensos y asustados, logramos que nuestros mentores nos den algún que otro consejo, como tener cuidado con lo que comemos, ya que podría ser venenoso, no encender fuegos a no ser que sea necesario y que seamos más rápidos que los demás, tanto al reaccionar como al correr.
Noto que Finnick no puede quitarme los ojos de encima. Me mira de forma triste, seguramente porque le recuerdo a él mismo el día de su cosecha, asustado. También es posible que vea en mí que no seré capaz de regresar.
Lo miro directamente a los ojos. Quiero que, en ellos, aparte del miedo vea tenacidad, el deseo de volver con vida. Parece comprenderlo, porque esboza una tímida sonrisa y vuelve a centrarse en su plato.
El Capitolio es grande, enorme y luminoso. Muy luminoso. Oímos cómo la gente nos vitorea cuando llegamos a la ciudad, aunque mi compañero tributo y yo no estamos como para responder.
Al llegar, nos dejamos en manos de los estilistas. Para el desfile de la primera noche debemos de estar fabulosos. Y de hecho, lo estamos, o al menos conseguimos un poco más de atención que los demás. Tal vez sea porque vamos casi desnudos. Nuestros estilistas han escogido el tema de las ciudades submarinas, así que vamos cubiertos únicamente por telas en nuestras zonas bajas, como una especie de faldita griega, aunque muy corta. Tengo suerte y tengo el pelo tan largo que mi estilista ha conseguido que me tape los pechos. Ha obrado una especie de milagro con él y no se mueve un ápice cuando el aire amenaza con moverlo de su estratégico sitio. Le estoy muy agradecida.
Los entrenamientos, decepcionantes. Mi nota, un 6, aunque era de esperar. No sé hacer nada impresionante, únicamente encontrar comida, y eso sólo si hay un medio acuático. También sé tejer cestas, aunque no sé en qué me va a ayudar eso. Y nadar, pero no hay piscina. Aunque mi compañero, que al final averigüé que se llamaba Clam Lauder, sacó un 5, así que supongo que eso me deja en mejor posición, creo.
Eso sí, los tributos profesionales siguen dando miedo.
Y la entrevista no es que fuese mucho mejor. Ni siquiera las palabras tranquilizadoras de Finnick logran que se me pasen los nervios y, para cuando me toca, estoy tan aterrada que únicamente puedo responder a las preguntas de Caesar con asentimientos o negaciones de cabeza. Sentía miles de ojos pendientes de mí.
Finnick resulta ser un chico agradable. Sus consejos me resultan útiles y nuestra despedida, algo emotiva, ya que, para qué negarlo, puede que le haya cogido cariño a este chico. No sé si debería permitírmelo, ya que es muy probable que no le vuelva a ver.
Subimos a la arena. Estoy nerviosa, tiemblo a medida que asciendo, no soy capaz de calmarme ya que, es muy probable que acabe muerta dentro de poco, en la lucha de la Cornucopia. Sin embargo, intento centrarme, pensar en mis opciones. Luchar por los recursos queda descartada de inmediato, aunque me resulta tentador, ya que acabo de terminar de subir y veo la cantidad de comida y armas que han apilado para que nos matemos por ellas. No, no tengo oportunidad de conseguir nada. Miro a mi alrededor, todo es demasiado verde, pero no es un bosque como a los que estoy acostumbrada.
Los árboles no son muy altos, se puede trepar a ellos fácilmente. Bueno, al menos a los que dan entrada al bosque. A medida que la foresta avanza, puedo ver cómo los árboles aumentan de tamaño. Detrás del todo puedo distinguir una montaña. Luego miro a mi derecha y veo más bosque, pero lejos, muy lejos, ya que entre los árboles más cercanos y nosotros hay unos cuantos kilómetros de arrozales. Arrozales. ¡Arrozales! Eso significa que tiene que haber agua en cantidades enormes por todo el campo, así que, si consigo llegar dando un rodeo por el bosque hasta el otro extremo, tal vez tenga un refugio seguro.
A mi izquierda veo un modesto templo de un estilo que reconozco como oriental por lo que nos han enseñado en el colegio. Sólo tiene una planta, pero puede servir de refugio a unas cuantas personas. Ya sé dónde se establecerán los profesionales, a quienes veo prácticamente relamerse sólo con verlo. Uno de ellos, creo que es el chico del 1, se percata de que lo miro y esboza una sonrisa intimidante. Sus rizos dorados, sin embargo, hacen que resulte menos amenazador, ya que le dan un toque algo infantil. Pero yo sé de buena mano que las apariencias engañan, ya que hace unos días le vi practicando con dos espadas de una mano. Letal.
Quedan unos segundos para que podamos salir del círculo, pero yo todavía no he decidido qué hacer. Me esfuerzo por pensar en qué me diría Finnick si estuviera aquí. O por lo que le estará gritando ahora mismo al televisor por el que me esté viendo. Ambos somos del distrito 4, el distrito del agua…
Decidido, voy a por el agua.
Suena el gong. Antes de que ninguno de los tributos pueda llegar a la Cornucopia, yo ya he salido pitando hacia el campo de arroz. Me muevo rápido. En cuanto noto que mis pies se hunden en el agua, sé que he llegado. No me detengo, sigo avanzando, no me atrevo a girarme porque no quiero ver la matanza que sé que se ha originado a mis espaldas. Aunque eso es bueno, si todos están ocupados matándose entre ellos o huyendo al bosque, nadie me prestará atención, ya que, ¿a quién en su sano juicio se le ocurriría esconderse en un campo de arroz?
Pues a mí. Pero porque yo sé muy bien cómo moverme entre el agua. El agua me llega hasta las rodillas pero no me es difícil avanzar. Conforme me adentro en el campo, las hierbas se hacen más altas y no me cuesta mucho agazaparme un poco hasta que, gracias a la ropa que nos han proporcionado para los juegos, que incluye una chaqueta impermeable del mismo verde que las plantas, sé que quedo oculta y que sería difícil acertarme a distancia.
Me he adentrado lo suficiente como para saber que estoy lejos del alcance de cualquier tributo, así que me detengo y me atrevo a mirar a mi alrededor. Verde. Alzo un poco la cabeza para ver, sobre las plantas, cuanto trecho he recorrido, pero con cuidado para no ser descubierta. Debo de haber avanzado por lo menos un kilómetro. A lo lejos puedo ver que todavía hay movimiento en la Cornucopia, aunque cada vez menos.
Vuelvo a agazaparme y me quedo quieta, pensando qué hacer. No oigo pasos cerca de mí, lo cual es bueno, significa que no hay ningún tributo cerca. Decido arrodillarme y descansar un poco, ya que si me siento del todo el agua me llegaría al cuello, además, me costaría más levantarme si de repente oigo que llega alguien. Examino mi entorno. Las hierbas de los arrozales son prácticamente del mismo verde que el bosque que vi antes de salir corriendo. Tal vez me sirvan de algo, aunque reconozco que no sé muy bien para qué.
Suena el primer cañonazo. Y le sigue otro, y otro más. Los cuento todos. Nueve. Quedamos quince. Me pregunto quién habrá muerto, y si probablemente Clam, el chico de mi distrito, se encontrará entre ellos.
Finalmente decido seguir avanzando.
El agua está fría, y aunque cuando estoy de pie sólo me llega hasta las rodillas, cuando me paro a descansar y me arrodillo, me llega hasta el pecho. Si no quiero correr el riesgo de ponerme enferma y ser un blanco fácil, tengo que salir pronto de aquí. El problema es que no sé dónde estoy. Cada vez que asomo la cabeza para ver cuanta distancia me queda hasta el bosque del otro lado, veo que está a la misma distancia. Sin embargo, al mirar atrás, veo que la Cornucopia está cada vez más lejos. No tiene sentido.
Decido entonces salir por la izquierda de los campos, hacia el bosque. No sé qué encontraré al otro lado, ya que no veo árboles a mi derecha. Optar por el bosque parece, de momento, la opción más segura, ya que podría esconderme fácilmente, bien trepando a un árbol, bien volviendo a los arrozales.
Debo de llevar por lo menos caminando más de medio día, porque cuando decido volver a ponerme en marcha, me cuesta más. Caigo en la cuenta de que no he bebido ni comido nada. Agua tengo, pero no sé si fiarme. Comida… Ya es otra cosa. Por suerte, estoy llegando ya al bosque, porque veo las copas de los árboles más próximos a través de las briznas de hierba alta. También noto que ésta va disminuyendo de tamaño conforme me acerco al final de los campos. Antes de salir de la protección que me brinda este inesperado y extenso escondite, me detengo. Espero escuchar pasos o cualquier otro ruido que me alerte de la posible presencia de algún tributo, pero nada, silencio.
Asomo la cabeza por entre la hierba, por si acaso. No veo a nadie, pero hay una distancia un poco grande entre el final de la hierba alta y la entrada al bosque. Sería fácil correr… De no ser por el agua, claro. En contra de lo que esperaba, no hay orilla. El agua sigue bañando el lecho del bosque. Es un pantano.
Bueno, para mí, no cambia nada, sigue siendo agua, entorpecerá al resto de tributos mientras que a mí me facilitará las cosas. Sin embargo, eso no quita el hecho de que la distancia entre la que me encuentro y la entrada al bosque sigue siendo demasiado grande como para pasarla sin más sin correr algún riesgo. No puedo confiarme en la arena. No, porque el precio sería la vida.
En mi cabeza todavía suenan las palabras de mi madre. “Eres lista, Annie, así que sé más lista que ellos”.
Estoy segura de que a pie, me verán, y aunque no me alcancen en un cuerpo a cuerpo, ya que sería más rápida que cualquier otro tributo, sin contar, claro, al de mi mismo distrito, bien podrían alcanzarme a distancia, ya que sería un blanco bastante fácil.
Se me ocurre entonces, pasar por debajo.
El agua no acaba al llegar al bosque, se prolonga. Al contrario que cuando entré, conforme me he ido acercando al final de la hierba más alta de los arrozales, el nivel del agua no ha disminuido lo más mínimo. Es más, estoy segura de que puede que haya subido un poco. Tengo el espacio que necesito para pasar buceando.
El corazón me late deprisa. Miro una última vez para asegurarme de que no hay nadie cerca que pueda cortarme el paso. Entonces, cojo aire y me sumerjo en las frías aguas nadando lo más recto posible.
Sé que he llegado cuando mis manos tocan la raíz de un árbol. Saco la cabeza poco a poco, vigilando a mi alrededor. No parece haber nadie a la vista, pero no me arriesgo a ponerme de pie. Me quedo así, sacando apenas media cabeza del agua, esperando a que se abalancen sobre mí en cualquier momento. Pero nada, no hay nadie.
De todos modos, decido avanzar sumergida, escondiéndome entre las raíces de los árboles más grandes, adentrándome un poco en la foresta. Es algo incómodo, ya que avanzo en una postura muy rara para que mi cuerpo siga bajo el agua, pero aun así, sé que es la forma más segura.
Dentro del pantano sigue siendo todo muy verde.
Decido que mi posición es segura, así que escojo un árbol cuyas raíces me sirvan para poder encaramarme a él y trepar. A pesar de no tener ninguna experiencia, en estos árboles resulta bastante fácil, por lo que me subo hasta una de las ramas altas y observo el resto de la arena.
Puedo ver bosque, mucho bosque. También los kilómetros de arrozales al final de los cuales veo la Cornucopia. Veo los círculos de los tributos y, detrás de eso, algo de lo que tendría que haberme percatado antes.
Un mar.
Finnick tiene que estar tirándose de los pelos ahora mismo.
No puedo creer que no lo haya visto antes. Estaba justo detrás de mí, tan sólo hubiese tenido que girar a la derecha para salir de los arrozales en lugar de a la izquierda y podría conseguir comida más fácilmente que en el bosque. Se me da bien pescar, no cazar. Además, ¿a quién se le ocurriría buscar a un tributo en el mar? Todos habían corrido hacia el bosque.
Bueno, no todos. Sólo los que habíamos tenido la oportunidad.
Recorro con la mirada los extensos campos de arroz calculando mentalmente el tiempo que me llevaría atravesarlos en dirección contraria. Es una distancia bastante larga, probablemente estuviese caminando toda la tarde y parte de la noche, lo cual no es muy recomendable. Existe también la posibilidad de que ocurra como con el bosque y la montaña donde quería llegar, que nunca llegue a la orilla y que probablemente me pierda y muera de hambre. Eso último me recuerda que no he bebido y comido, así que debería ponerme manos a la obra.
Para empezar, necesito agua. Estoy rodeada de agua, así que encontrarla no es el problema. La cosa está en hacerla potable. Bajo del árbol y procuro pensar. Observo lo que hay a mi alrededor. No hay nada salvo raíces y alguna que otra planta acuática.
Raíces.
Claro, las raíces. Tenía que haberlo pensado antes. Vuelvo a meterme en el agua, lo que me cuesta porque, ahora que la temperatura empieza a bajar y que encima me llega hasta la cintura, se me hace más difícil, y busco a tientas entre el barro del fondo alguna piedra que me sirva. Al principio sólo toco barro, alguna que otra raíz que sobresale y de vez en cuando la concha de varios caracoles. Finalmente, doy con una que me es útil. No es que esté muy afilada, de la erosión del agua es bastante suave, pero es grande, lo suficiente como para que pueda agarrarla bien y golpear una de las grandes raíces del árbol más cercano hasta agujerearla. Pego los labios al agujero que he conseguido hacer y sorbo el agua limpia que sale de él con un extraño sabor dulzón. Bebo hasta que me sacio.
Ahora toca comer. He visto un par de peces al entrar al pantano. Podría pescarlos si trenzara una red con algunas hierbas del arrozal. El problema es cocinarlo. Encender un fuego es peligroso, y eso si es que logras encenderlo, porque a mi alrededor no hay más que agua.
Todavía estoy pensando en qué hacer cuando oigo que alguien se acerca. Oigo el susurro del agua cuando alguien camina dentro de ella. Rápidamente me escondo bajo la enorme raíz de la que he bebido, agarrando con fuerza la piedra. He quedado nuevamente sumergida casi por completo, así que es difícil verme, pero aun así tengo miedo, porque quien quiera que sea el que se esté acercando, lo está haciendo demasiado.
Pero en todo esto, hay algo que no me cuadra, algo que no acabo de ubicar. No tengo tiempo de averiguar qué es porque delante de mí acaba de aparecer un chico de unos trece años, de pelo castaño y corto, con el miedo pintado en la cara. Sé al instante que se ha perdido, a pesar de que estamos a unos veinte metros de la orilla del arrozal. Pero claro, él ha venido por el bosque.
Casi me da pena el chico. Casi siento la urgente necesidad de pedirle que se alíe conmigo. Casi cometo la imprudencia de salir de mi seguro escondite porque, justo en el instante en el que casi decido moverme, algo se abalanza sobre el chico, quien casi no puede reaccionar y cuyo cañonazo suena antes de que su pequeño cuerpo caiga al agua.
Me quedo inmóvil, conteniendo la respiración rezando para que los latidos de mi corazón no sean tan escandalosos como yo los oigo y que el asesino del niño no me descubra. Entonces veo las espadas, y casi enseguida, su pelo rubio. Veo también la sonrisa triunfal en su cara, la satisfacción de saber que hay otro menos. Tengo delante, a pocos metros de mí, al tributo profesional del distrito 1.
A Claudio, el maestro de las espadas.
Así era cómo le llamábamos en el entrenamiento, el maestro de las espadas. Se había asegurado que nos quedaba claro que seguramente fuera él quien acabara con nosotros. Ahora estoy rezando porque no me encuentre.
Veo cómo Claudio limpia sus espadas con la ropa del niño. Todavía tiene en la cara esa sonrisa tan siniestra que me pone los pelos de punta. Confío en que eso sea todo, que se vaya pronto, porque no puedo dejar de mirar el cuerpo del niño, que está a tan sólo unos pocos metros de mí. Termina de limpiar sus espadas y parece que está a punto de irse. Entonces clava la mirada en un punto algo por encima de mí, en la raíz bajo la cual estoy oculta, y se acerca para mirarlo mejor. Se me congela el corazón porque sé exactamente qué es lo que está mirando.
El agujero que acabo de hacer para poder beber agua.
Sé que me ha descubierto, porque sus ojos azules descienden hasta mi posición, pero mientras se abren por la sorpresa, yo ya he reaccionado. He salido rápidamente de mi escondite y me he abalanzado hacia él con la piedra en la mano, intentando golpearle en algún sitio.
Consigo darle un golpe en la sien, aunque no hago mucho. Sólo consigo que suelte una espada que me apresuro a coger. Lo hago justo a tiempo porque, en ese momento, la otra ya desciende sobre mí y a penas tengo el tiempo necesario para interponer la mía para evitar el golpe.
Caigo en el agua, lo que él cree que es una ventaja para él, pero que en realidad lo es para mí. Me sumerjo cuando veo que viene otro golpe y nado rápido, por lo que puedo esquivarlo del todo. Rápidamente, me deshago de mi chaqueta verde, que es lo que más delata mi posición bajo el agua. Si la situación no fuese tan tensa, me hubiese reído al ver cómo Claudio arremetía contra ella cuando sale a la superficie.
No obstante, esa distracción suya me permite salir a coger aire y volverme a sumergir. Veo la espada que he tenido que soltar a menos de un metro de mí. La alcanzo sin moverme del sitio y arremeto contra lo que creo que son las piernas de Claudio. Confío en acertar. Su rugido de dolor me confirma que lo he hecho, así que tengo que moverme rápido, porque sé que se avecina otro golpe.
Con este no tengo tanta suerte. Noto cómo la espada de Claudio me roza el brazo, abriéndome un corte. Me duele, pero no puedo dejar que eso me pare. Buceo hasta encontrarme de espaldas a él. Entonces salgo del agua y, sin pararme siquiera a pensar en lo que estoy haciendo, le clavo la espada justo donde creo que está el corazón.
Otro cañonazo anuncia el fin de Claudio, que cae de bruces en el agua, junto al cuerpo del niño. Me dejo caer contra el tronco del árbol que tengo detrás y respiro agitadamente, tratando de recomponerme. Porque ahora tengo que ser capaz de aceptar lo que acabo de hacer. Acabo de matar a una persona.
Sí, era o él, o yo, pero en mi mente siempre pensé que ganaría él. Me asusta lo fácilmente que puede morir alguien, y más siendo alguien tan bien entrenado como estaba Claudio. Supongo que estaba en desventaja al luchar en el agua, ya que ralentizaba sus movimientos.
El corte del brazo me duele. Lo examino y, aunque no parece profundo, si sigo en el agua podría infectarse. Me obligo a mí misma a pensar con claridad y a serenarme. Entonces me pongo a registrar los cuerpos. En el de Claudio encuentro un cuchillo que llevaba además de las espadas, y a diferencia de éstas, puede serme más útil, así que me lo guardo. También lleva una cantimplora que, sorprendentemente, está llena, y no precisamente de agua contaminada. Cuando termino con él, me obligo a mirar también en el cuerpo del niño. Únicamente encuentro una manzana, que seguramente le habría robado a Claudio y por eso lo perseguía. Tras mirarla durante unos segundos, decido comérmela. Es lo primero que como en todo el día.
Decido que por hoy ya está bien, así que me encaramo al árbol al que me subí antes, no sin antes rescatar mi chaqueta del agua y ponerla de forma estratégica en unas ramas para que se camufle entre las hojas y me oculte de cualquiera que pueda pasar por allí. Oigo como el aerodeslizador se lleva los cuerpos que acabo de abandonar en el agua. No obstante, sé que pronto aparecerán en mis pesadillas.
Tirito de frío. No puedo ponerme la chaqueta, porque está mojada. De hecho, toda yo estoy mojada, pero ponerme la chaqueta sólo lo empeoraría. El corte me duele, está inflamado y empezando a infectarse. Creo que tengo fiebre. No sé si sobreviviré a esta noche.
Se me ocurre entonces algo que debería haber hecho nada más salir del agua. Lavar el corte con el agua de la cantimplora de Claudio. La cojo rápidamente y vierto un poco en la herida, lo cual me duele pero me alivia un poco. No gasto más agua, sé que la necesitaré.
Entonces, delante de mí, cae un paracaídas.
Me apresuro a cogerlo. Esperanzada, confío en que se trate de alguna medicina o algo para mi herida. Decepcionada, descubro que se trata de un plato de estofado. Pero está caliente. Sí, tal vez sea eso, tal vez Finnick piense que necesito más algo caliente para sobrevivir esta noche que algo para la herida, lo que significa que no puede ser algo muy grave, si no, me hubiese enviado medicina.
O eso, o es que no tengo demasiados patrocinadores para pagarme un poco de medicina.
El sol se pone y la temperatura sigue bajando. El estofado ha hecho que me sienta algo mejor, pero sigo teniendo frío. Para mantenerme entretenida hasta que el sueño llegue, intento pensar en la estrategia que seguiré mañana. Sin embargo, empieza a sonar el himno, así que miro al cielo para ver quiénes son los que han caído en el primer día de los juegos.
Abre la lista una cara que ya conozco. Claudio, el chico del distrito 1, al que yo he matado. Es el único muerto de los profesionales, lo cual les llevará a preguntarse qué le habrá ocurrido. Después de él sale la chica del distrito 3, una chica de quince, rubia y con dos coletas. Los dos tributos del 6, el chico al que Claudio ha matado, que resulta ser del 7, y la chica de su distrito también aparece. Luego salen las chicas del 9 y del 10, el chico del 11 y los dos del 12.
El holograma desaparece y yo vuelvo a mis pensamientos. Clam sigue vivo, lo cual no sé si me alegra o me aterra. Tal vez no tengamos ninguna posibilidad si todavía viven los tributos del distrito 2 y queda la chica del 1, los profesionales, pero si milagrosamente quedásemos nosotros dos… No quiero tener que matar a nadie más, y menos aún al chico de mi distrito. No soportaría tener que volver y enfrentarme a las miradas acusatorias de su familia y amigos…
Estoy pensando como si realmente tuviese posibilidad alguna de volver, así que dejo de pensar e intento dormir.
El poco calor que consigo con el estofado que me ha enviado Finnick acaba sirviéndome de poco, ya que, al poco, el frío vuelve y paso la peor noche de mi vida. Sin embargo, sé que podría haber sido peor. Me duermo y, aunque estoy cansada, veo todavía el rostro asustado del niño, que me grita en sueños por qué no le ayudé a salvarse del ataque de Claudio.
Cuando amanece, mi ropa sigue húmeda, pero por suerte, la temperatura aumenta bastante. Casi desesperada, cojo la chaqueta y bajo como puedo del árbol. Como puedo, es decir, que a poco menos de un metro me dejo caer al agua porque no puedo más. Está fría, pero no me importa. Camino hasta la franja que hay entre el bosque y los arrozales y dejo que el sol bañe mi cara.
Me quedo así, de pie, al sol entre los árboles, hasta que noto que empiezo a entrar en calor. Creo que pasa una hora, porque ya empiezo a estar seca. Miro mi corte, que sigue doliéndome y no tiene mucho mejor aspecto, así que cojo la cantimplora de Claudio y lo vuelvo a lavar. Espero que no empeore.
Me siento en una de las raíces de los árboles de fuera, todavía al sol, mientras pienso en qué debo hacer. Mi prioridad es buscar comida, lo cual no me resultará muy difícil. Con el cuchillo que saqué del cuerpo de Claudio, abro un nuevo agujero en otra raíz y bebo hasta que ya no tengo sed. Después, buceo hasta los arrozales y, cuando ya quedo oculta entre las hierbas más altas, me siento y comienzo a trenzar algunas de ellas hasta que obtengo una red bastante decente. Antes de salir de mi escondite del arrozal, me quedo inmóvil, tratando de escuchar el susurro del agua que me dirá si hay alguien cerca o no. Nadie.
Sujeto la red como puedo y buceo nuevamente hacia el bosque. Cuando llego al punto donde, se supone, salí a la superficie la otra vez, en vez de no haber nada, choco con algo. Más bien, con alguien. Debe de estar tan confuso como yo, porque también cae al agua. Salgo a la superficie intentando que no me vea, pero me duele la cabeza por el golpe, me mareo y caigo sentada. Me encuentro con los ojos verdes de Clam mirándome fijamente, sentado igual que yo.
Antes de que pueda reaccionar y levantarme, Clam me agarra del brazo, o más bien lo intenta, porque no lo encuentra y cae a cuatro patas delante de mí.
-Espera –susurra-. No he venido a hacerte nada.
Me quedo mirándole, confusa. No puede decirme eso y esperar que le crea por las buenas. Todos somos enemigos en la arena. Caigo en la cuenta de que no estoy desarmada, que llevo conmigo un cuchillo, así que lo saco del bolsillo de la chaqueta y apunto con él a Clam, como advertencia de que no se acerque más a mí. Él parece comprenderlo, porque sonríe.
Creo que nos estamos volviendo todos locos, porque dudo mucho que sea normal sonreírle a alguien que puede matarte con apenas hacer impulso.
-¿Ni siquiera confías en alguien de tu propio distrito? –me pregunta.
-Lo haría si las condiciones fuesen otras –respondo, sin bajar el cuchillo.
-Entiendo –Clam se incorpora como pueda y se sienta un poco más alejado de mí, lo que me alivia un poco-. De todas formas, te buscaba, aunque no sabía muy bien por dónde estabas.
-Pues me has encontrado –digo, y caigo en la cuenta de que, si él lo ha conseguido, podría no ser el único.
Debe de notárseme en la cara, porque enseguida me dedica una sonrisa conciliadora.
-No te preocupes, fui el único que te vio irte hacia el arrozal –dijo-. Los demás corrimos hacia el bosque, como era de esperar. Supuse que estarías por esta zona, pero no esperaba tener tanta suerte el primer día de búsqueda.
Hay algo en lo que dice que me hace sentirme un poco más segura, tal vez porque me recuerda a los momentos que pasamos los cuatro, él, Finnick, Mags y yo, discutiendo las mejores estrategias a seguir. Como sea, el caso es que al final, bajo el cuchillo. Clam parece algo más tranquilo.
-Entonces, ¿tú tampoco saliste hacia el mar? –pregunto.
-¿Hay un mar? –me pregunta, sorprendido.
Puedo ver claramente a Finnick y Mags darse de golpes contra la pared, o contra la mesa, lo que tengan más cerca. Somos del distrito 4, tendríamos que habernos dado cuenta de que hay un mar aquí al lado y no salir corriendo en dirección opuesta. Le explico a Clam lo que sé, le digo que puede subirse a un árbol a comprobarlo, ya que, al parecer, vamos a ser aliados durante un tiempo indefinido. Lo cierto es que no me viene mal, pero no sé qué me da más miedo, si estar sola o estar con él, que podría matarme cuando quisiera mientras duermo.
El estómago me ruge justo cuando Clam baja del árbol. Me mira y se ríe, frotándose el estómago.
-No eres la única que tiene hambre.
Es agradable, simpático y, si no tuviese la certeza de que uno de los dos, o ambos, acabaremos muertos, hasta me caería bien. Recuerdo entonces la red que he trenzado hace un momento con las hierbas del arroz. Se la enseño y él se muestra sorprendido.
-Vaya, ojalá se me hubiera ocurrido, me hubiese venido al arrozal contigo –dice bromeando.
Pescamos un par de truchas, pero de poco nos sirve si no podemos cocinarlas. No podemos encender fuego, aparte de por el húmedo entorno, nos descubrirían enseguida, pero Clam tiene una idea. Ponemos mi cantimplora en una raíz al sol y esperamos a que se caliente. La verdad es que hace bastante calor en comparación con la fría noche que he pasado. Cuando la cantimplora se calienta lo suficiente, dejamos los peces sobre ella lo mejor que podemos, ya que no es muy grande, y mientras, esperamos a que se hagan. No será un festín, pero al menos resultará comestible.
A veces noto punzadas de dolor donde me cortó la espada de Claudio. Algunas son tan dolorosas que dejo escapar una mueca. Clam parece darse cuenta, porque no deja de mirarme y entonces se percata de mi herida.
-Vaya, eso tiene mala pinta –comenta.
-No es nada –respondo mirando fijamente las truchas, como si fuesen lo más fascinante del mundo.
-Déjame ver –Clam se aparta el pelo castaño de la cara con un movimiento de cabeza que le he visto hacer a los pescadores del Cabañal muchas veces cuando tienen las manos ocupadas, se acerca a donde estoy sentada y me coge el brazo con cuidado-. Puede que no sea profundo pero empeorará si no lo curas. Tratábamos cortes peores en alta mar –me dice al ver que lo miro perpleja.
Como si hubiesen estado esperando hasta ese momento, aparece un paracaídas. Se para delante de mí, así que deduzco que será mío. Clam me mira mientras lo abro y extraigo de él un pequeño bote de pomada. Lo miro, preguntándome si debería ponérmelo ahora o lavar antes la herida. Mi compañero de distrito sacude la cabeza.
-No lo entiendo –dice.
-¿El qué no entiendes?
-Se supone que esta pomada hay que ponerla después de lavar la herida con solución salina –arqueo las cejas, señal de que necesito que lo aclare-. Con agua de mar. ¿Cómo vamos a…?
Se calla, porque lo entiende, porque ambos lo entendemos. Finnick y Mags nos están diciendo lo que deberíamos haber comprendido ya hace mucho rato, que tenemos que llegar a la playa como sea.
Trazamos un plan para llegar hasta ella mientras nos comemos las truchas. Decidimos ir por los arrozales, ya que es más difícil seguirnos el rastro por allí, además de que el bosque está lleno de tributos buscando a tributos, por lo que no es muy buena idea. El problema será qué haremos al llegar al final de los campos. Seguramente la cornucopia estará vigilada por algún profesional, y el camino hasta la playa es muy largo como para pasar corriendo sin que nos vean, además que llegar a ella no nos garantiza seguridad total, únicamente un medio en el que ser mejores que los demás.
No entendemos del todo por qué quieren que vayamos allí, ya que en el bosque también hay agua y al menos para mí ha quedado demostrado que puedo manejarme mejor que un profesional en este ambiente. Además, aquí tenemos donde escondernos, en la playa seguramente no. Sin embargo, son nuestros mentores, sabemos que están de nuestra parte, así que intuimos que quieren que vayamos por alguna razón en concreto.
Decidimos ir haciendo camino y decidir qué hacer cuando lleguemos a la cornucopia.
Resulta que Clam es pescador desde hace tres años. Su padre y su tío lo llevaban con él al mar desde que murió su madre para que fuese aprendiendo el oficio, además de que así no estaba solo. Su color favorito es el rojo, pero no el rojo fuego, sino un rojo que vio una vez en una estrella de mar que apareció en una de sus redes. Es hijo único, igual que yo, y también piensa que tiene bastantes pocas posibilidades de sobrevivir.
Descubrir que tenemos más en común de lo que nos gustaría debido a la situación en la que nos encontramos nos es bastante incómodo, así que dejamos de hablar de ello durante un buen rato mientras caminamos agazapados por los arrozales. Cuando está cayendo la noche, llegamos al final de los campos. Un fuego en la puerta de la cornucopia nos hace saber lo que ya suponíamos, que la zona está vigilada al menos por una persona, aunque desde aquí no distinguimos muy bien cuantos son.
Nos sentamos en el agua, tiritando, ya que la temperatura ha comenzado a descender, y nos miramos, decepcionados. Ha llegado el momento de pensar un plan.
-Desde aquí podríamos ver cuántos son si fuese de día –susurra Clam-, pero ahora mismo es imposible.
Tiembla mucho, los dos temblamos, entonces Clam decide hacer algo para lo que no estaba preparada, que me pilla totalmente de sorpresa y a lo que no sé cómo reaccionar; se sienta a mi lado y me pasa un brazo sobre los hombros, frotándome el brazo para que entre un poco en calor. Mi mente se derrumba en ese instante.
No quiero tener que matar a este chico.
No quiero tener que matar a nadie más.
No quiero que muera nadie más.
Sólo quiero irme a casa, sólo eso. Los sollozos empiezan a salir de dentro de mí, haciendo que tiemble más de lo normal, ya que me esfuerzo por no hacer demasiado ruido por si me oyen. Pero lo necesito, necesito llorar, necesito desahogarme porque la presión que siento es tan alta que siento que voy a estallar de un momento a otro. Clam me abraza con fuerza y me acaricia el pelo. Sé que él también está asustado, aunque no lo diga, sé que tiene miedo, tanto miedo como yo, y que también está cansado.
Cuando consigo calmarme un poco, él sigue sin soltarme. Nos quedamos así, abrazados en el agua durante un buen rato, temblando de frío pero sin poder hacer nada para remediarlo. Comprendo que ya me da igual todo, porque sólo llevamos dos días de juegos y ya han muerto la mitad, que ya me he dado por vencida, que me da igual que me maten aquí y ahora mismo, con este chico, porque no soportaría tener que matarle yo, porque no soportaría tener que matar a alguien más para poder volver a casa. Sé que para mí sería mejor que nos descubriese alguien y nos matase aquí mismo.
La noche cae sobre nosotros y la temperatura desciende todavía más, hasta el punto de que Clam tiene que volver a frotarme los brazos para que los dos entremos en calor. La verdad es que esta noche no lo estoy pasando tan mal como la anterior, ya que el cuerpo de mi compañero es cálido, como el mío, y aunque tengamos frío, nos proporcionamos calor mutuamente, algo que no conseguiríamos de haber estado solos.
Nos ruge el estómago, pero no podemos hacer nada, no tenemos comida. Nos queda algo de agua en la cantimplora que apuramos entre los dos. Esperamos a que la noche avance, con la esperanza de que la mayoría de profesionales duerman, que sean lo suficientemente estúpidos como para no dejar a alguien de guardia, cosa que sabemos que no sucederá, pero aun así esperamos pacientemente, esperamos, porque tenemos la esperanza de que así nos sea más fácil llegar hasta nuestro elemento, el agua.
Han debido pasar más de tres horas desde que se hizo de noche. Desde nuestro escondite en el arrozal vemos cómo las llamas de la hoguera de los profesionales se consume poco a poco, señal de que probablemente ya estén durmiendo. Nos atrevemos a movernos por primera vez en mucho rato, así que tenemos el cuerpo entumecido y dolorido. Sigue haciendo frío pero nos vendrá bien movernos para entrar en calor.
Me asomo con precaución por entre la hierba para confirmar lo que sospechábamos, que los profesionales son tan confiados que ni siquiera se han molestado a dejar a uno despierto montando guardia. Un susurro del agua me avisa de que tengo a Clam a mi lado y que está viendo lo mismo que yo. Cruzamos una mirada y ambos asentimos. Salimos de una vez por todas de nuestro escondite.
Avanzamos lo más silenciosamente que podemos hasta que salimos del agua. No es muy difícil seguir caminando sigilosamente, ya que la hierba de la explanada está tan húmeda que ahoga nuestras pisadas. No obstante, somos precavidos, así que no nos arriesgamos a salir corriendo. Conforme nos vamos acercando al campamento de los profesionales, se me acelera el pulso. No dejo de pensar que de repente uno se despertará, nos verá allí pasmados y despertará al resto antes de que nosotros podamos reaccionar y salir corriendo. Estoy tan asustada que eso es lo que me hace seguir avanzando en vez de quedarme paralizada donde estoy.
Miro de reojo a Clam, que parece pensar lo mismo que yo, ya que, aunque hay poca luz, puedo ver lo pálido que está, y eso que ambos somos bastante morenos debido a la vida cerca del mar. Tenemos que mantener la calma y no echar a correr al mínimo ruido que oigamos.
Conforme avanzamos y dejamos atrás poco a poco el campamento de los profesionales, llega hasta nosotros el susurro del mar, su olor salino en el aire, su brisa en la cara. Estamos cerca de él, así que aceleramos un poco más el paso hasta que, al final, echamos a correr, sabiendo que ya es imposible que nos oigan.
O eso creemos.
Nuestros pies notan el cambio de terreno, ahora pisamos arena de playa. Mis ojos no pierden de vista el mar que se abre ante nosotros, un mar que, una vez nos fijamos cuando nos acercamos, tiene unas pequeñas plataformas a cierta profundidad, como pequeñas balsas, y hay algo en ellas.
-¡Es comida! –exclama Clam ligramente detrás de mí-. ¡Annie, es comida!
Ambos nos detenemos un momento para recuperar el aliento. Efectivamente. En cada plataforma hay un suministro de comida, suficiente para un par de días si eres una persona, para uno si es para dos. Tan sólo tendríamos que ir de plataforma en plataforma nadando cada día, algo que se nos da bien, y dejar que el número de tributos vaya descendiendo hasta que no nos quede más remedio que salir de ellas. Nos miramos, sonriendo como niños en una tienda de caramelos. Entonces, cuando estamos a punto de volver a echar a correr, Clam se desploma en la arena y, apenas un segundo después, suena un cañonazo.
Me quedo petrificada mirando el cuerpo sin vida de mi compañero, horrorizada, sin acabar de comprender del todo lo que acaba de pasar. Entonces veo que su cabeza no está donde debería, que está al menos medio metro separada de su cuerpo y el arma culpable de ello cerca de la orilla. Un rápido vistazo hacia atrás me permite comprobar que al menos dos siluetas se acercan corriendo.
No tengo tiempo de lamentarme, echo a correr hacia el mar. Rezo por que los tributos que me siguen no sepan nadar, que sean como los de la mayoría de los distritos, que no han visto nunca un sitio donde hacerlo. Pero aunque sepan, yo nado más rápido y tengo más resistencia. Acabarían ahogados seguramente antes de cogerme.
Siento un alivio casi desesperado cuando mis pies llegan al agua. Como sé moverme con más soltura de la habitual contra la resistencia del agua, apenas pierdo velocidad cuando apenas me llega hasta las rodillas. Sin embargo, mis perseguidores tendrán más problemas, ya que no es fácil correr así. No deben poseer otro hacha, aunque seguro que están a punto de recuperar la que hay cerca del cuerpo de Clam antes de que se lo lleven los aerodeslizadores, así que, cuando el agua me llega a la cintura, me lanzo directa y empiezo a nadar con todas mis fuerzas.
El agua fría me deja momentáneamente sin respiración, pero eso no me detiene, ya que si lo hago, me matarán. El corte del brazo me da pinchazos que duelen como cuchillas, pero no me importa. Me centro en nadar, nadar, nadar, ya que no consigo quitarme de la cabeza la imagen de Clam, desplomándose en el suelo delante de mí, la cabeza separándose de su cuerpo, justo cuando ya pensábamos que estábamos a salvo. El agua me empuja, pero yo sigo nadando, porque Clam vuelve a desplomarse delante de mí, porque oigo el cañonazo que anuncia su muerte, porque creo que me voy a volver loca como no siga nadando, aunque es imposible escapar de la locura en estos juegos.
No sé cuanto trecho he recorrido ni me importa, no me atrevo a mirar atrás, tan sólo hacia delante, lo cual ya es difícil, pero veo la plataforma cada vez más y más cerca. Me centro en eso, intento no hacer caso de la imagen de Clam en el suelo que cruza mi mente a cada instante, recordándome que yo podría ser la siguiente.
Mi mano alcanza al fin el borde de la plataforma que podría salvarme la vida, pero antes de arriesgarme a salir, miro con cautela hacia atrás. Veo cómo dos personas salen del agua y una tercera les espera, en la orilla. El cuerpo de Clam ya no está. Desde esta distancia, dudo mucho que puedan alcanzarme con lo que sea, pero decido esperar un poco, por si acaso, sin soltarme de la plataforma.
Al parecer, ellos también se percatan de los suministros que hay allí, lejos de su alcance y tan cerca del mío, porque no dejan de mirar hacia aquí, o eso creo. Tal vez estén planeando algo para hacerse con ellos, o decidan dejarme allí, a mi suerte, pero el caso es que acaban marchándose, ya que saben que no conseguirán matarme esta noche.
Cuando se van, me encaramo a la plataforma y me dejo caer en ella, tumbada bocarriba, exhausta. Trato de recuperar un ritmo de respiración normal, pero me es imposible, ya que al cansancio tengo que añadirle la histeria que me produce haber perdido a mi compañero, y además delante de mis narices y de esa forma tan horrible y macabra. Finalmente, dejo que el llanto se apodere de mí, porque ya no puedo luchar contra eso, porque estoy asustada, porque quiero volver a casa.
Suena el himno y, a través de mis lágrimas, puedo ver la cara de Clam en el cielo, con el número de mi distrito. Ya no hay nadie más.
Me duele todo el cuerpo, la fatiga pasa factura. El brazo me duele más que nada, pero cuando hago un esfuerzo para ver cómo está, el corte tiene algo de mejor aspecto. Debe de ser por el agua de mar. Recuerdo entonces el botecito de pomada que cayó ante nosotros esta mañana.
Rebusco en mis bolsillos, desesperada por si lo he perdido en mi desesperada carrera por el mar, hasta que lo encuentro y suspiro aliviada. Me aplico la pomada en el corte y la verdad es que se siente mejor. Vuelvo a guardar el bote y me acurruco junto a las cajas de suministros intentando dormir, aunque por mi mente pasan los recuerdos de lo sucedido estos dos días. Los rostros de Clam, el niño del distrito 7 y Claudio atormentan mis pensamientos hasta que, por puro agotamiento, acabo quedándome dormida.
Cuando despierto, el sol hace rato que ha salido. Estoy casi seca, los restos de agua que quedan todavía en mi ropa me protegen de momento del calor del sol. El corte tiene mejor aspecto, pero por si acaso, me lo enjuago con agua de mar y vuelvo a ponerme pomada.
Decido ponerme de una vez a ver qué clase de suministros tengo a mi disposición. Me dirijo hacia las cajas y las examino. Sólo hay dos y no son muy grandes, pero en el interior de cada una hay una botella con agua de dos litros de capacidad, un poco de queso, dos naranjas en una de las cajas y en la otra dos manzanas, todo esto en lo que respecta a lo comestible. También hay utensilios. En una de las cajas hay una olla no muy grande, una pequeña plancha que puesta al sol puede servirme de sartén y tenedor y cuchillo. Seguro que es un detalle irónico por parte del Capitolio. En la otra, hay una mochila con hilo de pesca, un pequeño anzuelo y una vara plegable. Agradezco ser del distrito 4 y saber montar una caña de pescar como dios manda. Con todo esto podré sobrevivir en el mar sin necesidad de preocuparme demasiado, lo cual es curioso teniendo en cuenta que nos traen aquí para matarnos. Sin embargo, decido aprovechar esta oportunidad que tengo hasta que vea dónde puede estar la pega.
Las naranjas son buenas para evitar el escorbuto, así que decido empezar una mientras voy haciendo la caña de pescar. Dejo la plancha al sol para que se vaya calentando, pero la olla la guardo en la mochila, con el botecito de pomada, el queso, las manzanas, la otra naranja y una de las botellas de agua. La guardo en el interior de una de las cajas para que todo se mantenga frío, a salvo de los rayos del sol.
Corto un trozo de tela de mi camiseta y lo pongo en el anzuelo para que atraiga a algún pez descuidado. Sujeto la caña mientras me como la naranja y miro hacia la costa. No puedo evitar que me vuelva a la mente la escena de anoche, pero intento pensar que, si no lo hubiesen matado, hubiese sido él quien me hubiese matado a mí, porque yo estoy segura de que no soy capaz de matar a nadie más. Uno de los profesionales parece montar guardia en la costa, armado con la lanza, al parecer, esperando a que vuelva. De los otros dos, ni rastro, así que deduzco que estarán a la caza de los tributos. Quedamos la mitad.
Irremediablemente, pienso en mi madre. Me pregunto cómo lo estará pasando ahora mismo, si pensará que lo estoy haciendo bien, que puedo sobrevivir. También me pregunto qué pasará con la familia de Clam. Era un chico muy agradable, seguro que tenía muchos amigos. Supongo que estarán destrozados, como yo, ya que, aunque era mi rival, sentía cierta simpatía por él.
No sé cuánto tiempo transcurre hasta que unos tironcitos me alertan de que ya tengo comida para hoy. Saco al pez del agua con algo de dificultad, ya que resulta algo grande, y lo mato enseguida con el cuchillo de Claudio. Recojo la caña y corto al pez, quitándole las vísceras. Se me ocurre guardarlas para tener algo de cebo, así que saco la olla y las guardo ahí con algo de agua salada. Pongo las partes comestibles del pez, que resultan ser bastante pocas, en la plancha, que ya está caliente. Mientras se cocina, bebo agua hasta vaciar un cuarto de la botella. Aunque todavía tengo otra, mejor reservarla, por si acaso.
Tras la comida, aunque resulta escasa, me siento renovada, con más energía, pero sin motivación. Ahora que se me han acabado las cosas que hacer, no puedo evitar ponerme a pensar. Así como estoy, abrazándome las rodillas y mirando hacia la orilla, realmente no veo al tributo que hace guardia, sino el cuerpo de Clam. Él ocupa la mayor parte de mis pensamientos. Sus ojos, esa sonrisa tranquilizadora pese a la situación, su amabilidad nada más encontrarnos en el pantano, nosotros escondidos en el arrozal, abrazados para darnos calor… Creo que hasta puedo oírle, pero eso es imposible, está muerto. Pero aun así, creo que me habla, y que no está solo. El niño del 7 me culpa de su muerte, por no haberlo ayudado, y Claudio me grita.
Me tapo los oídos en un intento de no escuchar, pero resulta inútil porque esas voces están dentro de mi cabeza. Cuando me doy cuenta, estoy soltando gritos agónicos que nadie salvo los que me estén viendo en sus casas puede oír. No puedo soportarlo, las voces son demasiado para mí, así que acabo lanzándome al agua. Casi ni me había dado cuenta del calor que tenía hasta que me sumerjo en el mar, que es casi como una bendición. Dejo que esa sensación me inunde y, cuando ya he tenido suficiente, vuelvo a la plataforma. Me como una de las manzanas y bebo agua. Trato de pensar en cosas buenas, cosas positivas, cualquier cosa que mantenga mi mente ocupada y que no se sumerja nuevamente en esos lúgubres recuerdos que me acercan a la locura.
El día transcurre. Vuelvo a montar la caña y dejo la plancha al sol para poder comer algo más antes de que anochezca. Utilizo de cebo algo de las vísceras que he conseguido antes y espero, mirando hacia la orilla. Han venido a relevar al profesional que lleva vigilándome todo el día. Creo que ahora está la chica del 2.
Suena un cañonazo que hace que me sobresalte. Los tributos de la orilla parecen no inmutarse. Pasan unos segundos y se oye un segundo cañonazo. Dos tributos menos.
No me preocupa demasiado, donde estoy, de momento no pueden alcanzarme. Sin embargo, me pregunto quienes serán. Temo volver a empezar a sumirme nuevamente en pensamientos horribles, así que trato de volver a pensar en las nubes, que ni siquiera parecen artificiales, en los pequeños cangrejos que traía a casa cuando era pequeña porque quería adoptarlos como mascotas, en cómo mi padre me acariciaba la cabeza…
Pica otro pez, esta vez no demasiado grande, pero aun así lo despiezo como al primero y lo cocino mientras el sol comienza a ponerse. No es mucho, pero es mejor que tener el estómago vacío. En cuanto el sol se pone y empieza a bajar la temperatura, intento dormir. Los dos tributos que han muerto resultan ser los del distrito 5. Sé que pasaré una mala noche, cada vez quedamos menos, y eso significa que cada vez habrá más rostros en mis pesadillas. No puedo escapar de ellas.
El día siguiente es casi una copia del anterior, con la diferencia de que no oigo ningún cañonazo y que tengo más dificultades para pescar. No entiendo por qué, pero tardo horas en conseguir un único pez, y no es muy grande. Eso junto con la naranja, la manzana y lo poco que queda de queso es mi única comida del día. Tendré que cambiar de plataforma si quiero comer algo, pero decido hacerlo de noche, para que el profesional que me vigila tenga menos probabilidades de verme. Sin embargo, no puedo evitar darme cuenta de que algo raro pasa en el agua.
Se pone el sol, así que decido ponerme manos a la obra. Meto todo lo aprovechable en la mochila del equipo de pesca y no lo pienso dos veces antes de lanzarme al agua. Nado hacia lo que es la siguiente plataforma y me percato de qué es lo que espantaba a los peces. Hay algo nadando a mi lado, más por debajo de mí. Y no está solo.
Mi primer pensamiento es “tiburones” pero no son tan grandes. Las siluetas que intento distinguir mientras nado son algo más grandes que un humano, pero no tan grandes como un tiburón. Sea lo que sea, no me gusta, así que intento nadar lo más rápido que puedo, aunque la plataforma todavía está lejos.
Uno de los “algo” me agarra el tobillo derecho y tira de mí con fuerza, sumergiéndome en el agua. Ahora que los tengo al mismo nivel, los veo. Mutaciones. No son humanos, pero lo parecen. Tienen la piel escamosa y verde, no tienen pelo y los ojos son de color amarillo. No tienen piernas, tienen cola. Una especie de sirenas.
Lucho por desasirme de la mano del muto que me coge a la vez que se acercan los demás. Saco el cuchillo e intento defenderme como puedo, ya que empieza a faltarme el aire y cada vez me rodean más y más. Al final, consigo soltarme y nado hacia la superficie antes de que vuelvan a cogerme. Cojo aire desesperadamente y nado frenética hasta la plataforma entre gritos y sollozos de histeria. Nunca me había sentido tan asustada dentro del agua.
Esa era la pega de las plataformas. Te ponemos comida en bandeja, llega a ella, si puedes. Me duelen los músculos de lo mucho que me estoy esforzando en nadar rápido, pero estoy segura de que esas cosas también lo son, y de que me pisan los talones. Y que como me cojan, ya no me volverán a soltar.
Uno de ellos sale por mi izquierda. Grito e intento no detenerme mientras trata de agarrarme. Me esfuerzo por no soltar el cuchillo, ya que es lo único que ahora puede defenderme. La angustia me puede. Noto cómo me cogen de la mochila y tratan de hundirme de nuevo, pero esta vez yo opongo resistencia. Corto como puedo las correas con el cuchillo y dejo que se la lleven hacia el fondo, aprovechando ese breve tiempo de ventaja que tendré para seguir hasta que se den cuenta de que yo no me hundo con la mochila. La plataforma ya no está tan lejos, tan sólo tengo que nadar un poco más.
Vuelven a seguirme, los noto. Están furiosos y sé que esta vez no me dejarán librarme. Me aferro con fuerza al borde de la plataforma e intento subir, pero muchas manos me agarran y me empujan con fuerza hacia el fondo. Grito de dolor, me hacen daño, creo que van a romperme algo. Me agarro con fuerza con una mano como puedo a la plataforma y con la otra intento apuñalar a los brazos escamosos que llegan hacia mí. Los oigo sisear de dolor y de rabia, pero consigo que me suelten el tiempo suficiente para poder subir. Me dejo caer, exhausta, con el corazón latiéndome a mil por hora.
Siento un golpe bajo mi trozo de salvación. La plataforma se tambalea mientras los mutos la golpean desde abajo. Grito. Estoy asustada, ya que pueden tirarme del soporte en cualquier momento. No están dispuestos a dejar que me salga con la mía. Estoy acuclillada, con los ojos cerrados. Grito que se vayan, que me dejen en paz. Entonces, de pronto, cesan los golpes.
Abro los ojos, perpleja. No han parado porque yo lo haya dicho, de eso estoy segura. Miro a mi alrededor para comprender por qué. Y entonces lo veo. El profesional que me vigilaba se ha echado al agua al ver que yo ya no estaba en mi anterior plataforma. Cuento diez segundos antes de verlo desaparecer bajo el agua, y otros diez más hasta que suena el cañonazo que anuncia su muerte.
Espero, cautelosa, a que los golpes en la plataforma vuelvan, pero no sucede nada. Aparte del susurro de las olas y mi respiración entrecortada, sólo hay silencio. Me quedo tumbada, mirando al cielo, como la primera noche que pasé en el mar, y sale el símbolo del Capitolio, sólo que esta vez, en vez de la cara de Clam, sale la de la chica del distrito 1, que ha muerto en mi lugar, aunque intentaba venir a matarme.
Estoy alerta y casi no puedo dormir, porque todavía espero a que los mutos vuelvan, por lo que me paso la noche despierta, tumbada entre las cajas que ni siquiera me he molestado en mirar y que estoy demasiado cansada para echarles un vistazo ahora. Me siento incapaz de moverme por ahora, incluso cuando Claudio se sienta a mi lado y se ríe de mí, cuando el niño del 7 se me queda mirando desde detrás de él, cuando Clam me coge de la mano e incluso la chica del 1 se une a ellos en esta silenciosa reunión. Ya ni siquiera tengo ganas de llorar.
Veo cómo el cielo cambia de color poco a poco, del negro al naranja y de ahí, al azul. El sol empieza a pegar con fuerza y decido que ya es hora de moverme. Sé que tengo la cara roja del calor, pero no me atrevo a acercarme al agua. Tengo mucha sed, así que me dispongo a mirar en las cajas con la esperanza de encontrar algo de agua en ellas, ya que he perdido lo que me quedaba con mi mochila. Parece que la suerte decide ponerse un poco de mi lado, porque al abrir la caja encuentro tres botellas de dos litros llenas de agua. Tengo al menos para cuatro días si me las raciono bien. Abro otra y encuentro otras tres botellas igual que las anteriores. Empiezo a dudar de si realmente tengo suerte o es otro juego del Capitolio. Otro aparte del que ya estoy metida, quiero decir. Me decido a abrir la última caja. Otras tres botellas.
Nada de comida, absolutamente nada. Seguramente los vigilantes quieren que me arriesgue a ir a la siguiente plataforma para poder comer. No va a suceder, hasta aquí he llegado. Con el agua puedo durar al menos unas dos semanas sin necesidad de comer. Si tengo que morir, que sea en el mar.
El día pasa, yo procuro racionarme el agua y luchar contra el hambre que poco a poco se apodera de mí. Las alucinaciones vienen y van, así que a lo mejor veo cómo el cadáver del niño del 7 se aleja entre las olas o cómo Clam de repente se sienta a mi lado, aunque cuando miro ya no está. Ya no me resisto a las visiones, aunque algunas veces son tan horribles que no puedo evitar gritar de angustia y horror. Cuando, de noche, abro una de las cajas para guardar la botella dentro, encuentro la cabeza de Clam, que me mira con sus ojos vacíos y sin vida. Grito durante bastante rato, no sé cuánto, pero sé que no voy a pasar una noche agradable, ya que los mutos aparecen constantemente en mis pesadillas.
Transcurre el siguiente día. Tengo hambre, pero me recuerdo a mí misma por qué no debo meterme en el agua. Lo bueno es que los mutos no han vuelto para intentar tirarme de la plataforma. Lo malo es que no sé cuánto durará esta tregua. Tal vez los vigilantes decidan que está pasando algo más interesante en otra parte, como la caza de los profesionales del distrito 2, los únicos profesionales que quedan. No he oído ningún cañonazo desde el de la chica del 1, lo cual es raro cuando quedan tantos tributos. Tal vez este año los del 2 no sean muy listos.
Siguiente día. Los mutos no dan señales de vida. Los vigilantes querrán que me confíe, que piense que estoy a salvo, pero sé perfectamente que los soltarán en cuanto toque el agua. No, estoy bien así, y cuando me quede sin agua, moriré sin más. No pienso darles el gusto de matarme ellos mismos, aunque ya esté condenada.
Pienso en Finnick, en su forma de indicarnos a Clam y a mí que fuésemos al agua. Seguro que no esperaba algo así, sino, nos hubiese alejado de allí a toda costa. Recuerdo sus ojos verdes, y éstos son la luz que me guía a través de mis alucinaciones para volver en mí. Las voces no desaparecen del todo de mi cabeza.
Y así un día tras otro hasta que pasa una semana entera. No ha sonado ningún cañonazo, nadie ha muerto en los últimos siete días. Estos juegos se me están haciendo eternos.
El hambre me desquicia. Las visiones no me ayudan. El agua cada vez me dura menos, ya que soy incapaz de racionarla a estas alturas. Apenas me quedan un par de botellas. Sin embargo, estoy tumbada mirando al cielo, cuando veo algo plateado caer hasta que lo alcanzo con ambas manos. Un paracaídas.
El corazón se me acelera mientras lo abro apresuradamente. Descubro, agradecida, que es un pan recién hecho. Tal vez no tenga muchos patrocinadores, pero los suficientes como para pagarme un pan a estas alturas de los juegos. Me lo como con ganas, ya que no es muy grande y estoy hambrienta. Al cabo de un rato, me noto con algo más de fuerzas. De todos modos, el pan no me servirá de nada cuando me quede sin agua.
Me siento y me quedo mirando a la orilla. Pienso en cuantas probabilidades tendría de regresar antes de que los mutos me alcanzasen. No muchas, pero eso sería si estuviesen por aquí cerca. Hace días que no aparecen. Tal vez vaya siendo hora de intentarlo.
Cojo una de las botellas y bebo hasta saciarme, ya que no puedo llevarlas conmigo si quiero ir rápido y no sé cuando volveré a encontrar agua. Me pongo de pie y me lanzo al agua antes de que los vigilantes se percaten de que estoy en movimiento y retrasando al máximo el momento en que suelten a los mutos. Sin embargo, parece que no están principalmente interesados en mí. Seguramente quieran que vuelva para ver si aporto algo de acción a la cosa, aunque sea muriendo a manos de algún tributo.
Llego a la orilla y me detengo a recuperar el aliento, a salvo ya de los mutos acuáticos que me acosaron hace unos días. Miro a mi alrededor y mis ojos se detienen inconscientemente en el lugar donde se desplomó Clam. Los recuerdos de ese día inundan mi mente, los veo con total claridad. Nunca me acostumbraré.